Viajes artísticos y conservación del patrimonio en la España del XIX: Valentín Carderera y Pedro de Madrazo


Exposición: 28 de junio a 23 de septiembre de 2013
Fundación Lázaro Galdiano. Museo. Sala Joyas Bibliográficas. Serrano, 122, Madrid.
De 10,00 a 16,30 horas (martes cerrado).

La exposición que acoge la Fundación Lázaro Galdiano tiene por objeto acercarnos a la realidad cultural del siglo XIX, participar de las inquietudes de quienes fueron protagonistas en la conservación y difusión del patrimonio español y situarnos, con su misma mirada, ante aquellos monumentos que corrían verdadero riesgo de desaparecer para siempre. Nos permite también compartir con ellos la nostalgia y el sentimiento romántico de compromiso con la memoria material, constituida como seña de identidad.
Estas fueron las motivaciones que llevaron a ciertos personajes de la época a favorecer la divulgación y el conocimiento del patrimonio monumental español a través de sus «viajes artísticos». Con ellos pretendían evitar el expolio o, al menos, perpetuar la imagen de dichos monumentos para la posteridad. La ocasión era especialmente urgente, dado que junto a su deterioro, en algunos casos, las sucesivas medidas desamortizadoras adoptadas por los gobiernos de la época, casi siempre precipitadas y sin un plan de protección o salvaguardia de los bienes afectados, dejaron a merced de voluntades y empeños individuales los monumentos y las obras que contenían.

Valentín Carderera y Solano (1796-1880) - Pedro de Madrazo y Kuntz (1816-1898)

Valentín Carderera y Solano (1796-1880) – Pedro de Madrazo y Kuntz (1816-1898)

Valentín Carderera y Pedro de Madrazo son dos de los protagonistas más señalados en la protección y difusión de nuestro patrimonio durante el siglo XIX y en esta ocasión se han elegido dos de sus viajes. El primero, el de Valentín Carderera, es el Viaje a Aragón verificado en 1840 a Calatayud, al monasterio de Piedra, a San Juan de la Peña, a Zaragoza, a Tarazona, a Veruela, a Sigena, Huesca y Zaragoza, desde primero de septiembre de 1840 hasta el 18 febrero de 1841.
En el segundo, el de Pedro de Madrazo, ilustrado con el álbum de Jaime Serra que se conserva en la Fundación Lázaro Galdiano, encontramos el testimonio excepcional de una forma de viajar que fue frecuente en el siglo XIX: escritores y pintores sumaban sus discursos –literario y plástico– para dar cuenta de los lugares visitados con los dibujos y describir los monumentos más notables a partir de las libretas de apuntes.
Ocasionalmente, dejaron constancia de anécdotas ocurridas durante esos viajes como la que relata Pedro de Madrazo en su libro España, sus monumentos y artes, su naturaleza e historia: Navarra y Logroño. En su viaje de agosto de 1865 «desde el enriscado Pirineo» hasta el valle del Ebro, acompañaron a Madrazo y Serra dos miembros de la Comisión Provincial de Monumentos de Navarra, Juan Iturralde y Suit y Maximiano Hijón. Iturralde  realizó un curioso dibujo en la subida al Monte Aralar que ahora se expone.

Juan Iturralde y Suit.  Monte Aralar, subida a San Miguel in Excelsis (1865). Reg. 27754

Juan Iturralde y Suit.
Monte Aralar, subida a San Miguel in Excelsis (1865). Reg. 27754

Los detalles referentes a cómo y cuándo se realizó el dibujo los sabemos por Pedro de Madrazo:

Cuatro artistas amigos –dos de ellos profesores de las artes plásticas, arquitectura y pintura, y otros dos escritores– se reunían en Pamplona en un delicioso día pardo del mes de Agosto de 1865 para ir a visitar el santuario de San Miguel in excelsis. Éramos los cuatro expedicionarios, D. Maximiano Hijón ilustrado arquitecto de la provincia en aquellos días; D. Juan de Iturralde y Suit, mi providencia en Navarra desde aquella época, á quien mis lectores conocen ya por las muchas veces que en estas páginas he consignado su nombre; el malogrado don Jaime Serra y Gibert, pintor y decorador barcelonés, el más expedito y certero cazador á tenazón de trasuntos artísticos que he conocido en mi vida; y mi humilde persona. Un coche de colleras, espacioso y cómodo, nos trasladó de la capital de la provincia a Huarte Aráquil a la falda de la Borunda y al pie del mismo monte Arálar, término del viaje con mulas y cascabeles…
Al llegar al pueblo de Huarte-Aráquil, antigua mansión romana de Araceli, ya teníamos los cuatro expedicionarios ensillados los caballejos serranos en que íbamos a verificar nuestra ascensión, y dispuestas las provisiones que nos habían de hacer llevadera la fatigosa jornada. Dos mortales horas de trabajosa subida, durante las cuales los dos viajeros menos familiarizados con los lances de la vida de las montañas –que éramos Serra y yo– fuimos constantemente, como decirse suele, con el Credo en la boca, temiendo a cada resbalón de la cabalgadura en las empinadas lastras del mal llamado camino, rodar al abismo, nos condujeron por fin a la apetecida planicie donde se levanta el santuario…
Dejando allí a nuestras magras cabalgaduras regodearse a su albedrío en el fresco pasto no tasado por avara mano, nosotros nos tendimos sobre la enjuta y mullida hierba bajo aquellos corpulentos árboles, semejantes a los felices pastores de las églogas de Garcilaso; e íbamos a poner fin a la bucólica escena, no incluida en nuestro programa, cuando un fenómeno forestal, para mí nunca visto, excitó nuestra admiración, y nos obligó a detenernos allí algunos minutos más, mientras Iturralde lo trasladaba a su libro de apuntes fiado a su ligero lápiz. Un grueso y enhiesto roble, cuyo diámetro por la parte inferior no bajaría de metro y medio, llevaba incrustado en su tronco un peñasco de gran volumen, con la particularidad de que la enorme piedra en la cual la madera del árbol había hecho presa a modo de tenaza, sabe Dios en qué tiempo, aparecía levantada del suelo cerca de un metro y formando en el tronco del roble como una descomunal verruga mineral: prueba evidente de que aquel pedrusco, desgajado de la roca superior, había venido rodando hasta detenerse al pie del árbol, y éste, creciendo con los años y elevándose al mismo tiempo, lo había sujetado al desarrollarse la corteza y parte leñosa de su tronco, y a medida que crecía en altura, lo iba levantando de la tierra, poderoso Hércules del bosque, vencedor de un ignorado hijo de Neptuno, digno acaso por su corpulencia de figurar como un nuevo Anteo.

Más información aquí.

Deja un comentario