22 de diciembre de 2020 a 21 de febrero de 2021.
Museo Lázaro Galdiano. Sala 1. Serrano 122
Martes a sábado de 9,30 a 15 h. Lunes cerrado.
Por Juan Antonio Yeves Andres
En 2020 hemos recordado en la Biblioteca Lázaro Galdiano los centenarios de Benito Pérez Galdós y Concepción Arenal porque ambos tuvieron relación con José Lázaro, pero no podía concluir el año sin conmemorar otro, el de José Simón Díaz, que nació en 1920, pocos meses después de fallecer Galdós.
Simón Díaz fue uno de los bibliógrafos españoles más notales del siglo XX, a quien el Centro de Estudios Hispánicos de Syracuse University de Nueva York le concedió el Premio Internacional Nicolás Antonio de Bibliografía y que recibió la Medalla de oro al Mérito en Bellas Artes concedida por el Ministerio de Cultura en 1995. Ahora le recordamos porque entre los numerosos trabajos bibliográficos que impulsó y tuteló se encuentra uno titulado Manuscritos españoles de la Biblioteca Lázaro Galdiano, que después mereció el Premio de Bibliografía de la Biblioteca Nacional.

Aunque no me propongo ahora trazar la semblanza biográfica de Simón Díaz, ni siquiera relacionar otros méritos y distinciones, quiero hacer memoria del maestro generoso con su tiempo y con su saber, y con este fin, recordaré únicamente tres momentos puntuales relacionados con otros tantos proyectos bibliográficos especialmente emotivos para mí y que no olvidaré jamás.
El primero fue el día en el que me dijo que quería escribir el prólogo a mis dos volúmenes sobre los Manuscritos españoles de la Biblioteca Lázaro Galdiano, un trabajo que él había dirigido como tesis doctoral. Ya se habían reservados las páginas preliminares en la edición que estaba preparando Julio Ollero, porque tenía intención de pedírselo y, sin embargo, él se adelantó. Por cierto, Julio Ollero, editor de esta obra y de otros libros en coedición con la Fundación Lázaro Galdiano, ha fallecido en octubre este año 2020 y ahora le recordamos por los logros que alcanzó en su oficio y, sobre todo, como amigo.
El segundo momento que me viene a la memoria en este homenaje a José Simón Díaz, es una visita para proponerle la reedición de su obra El libro español antiguo, después de haber conseguido que Ollero hubiera respaldado esta iniciativa. Aceptó cuando estaba a punto de cumplir los ochenta años y lo hizo con verdadero entusiasmo, el mismo que debió de poner en cualquiera de sus obras de juventud.

Finalmente, mencionaré un tercer encuentro, uno de los últimos en los que tratamos de asuntos bibliográficos, cuando me llamó para que me encargase de la segunda edición de la obra de Juan de Herrera sobre la Academia Real Matemática; sus indicaciones y consejos, como en los casos precedentes y en tantos otros, fueron los de un maestro sabio y generoso.
Esta pequeña exposición, más que un cumplido de alguien que anda entre libros de otros siglos y que dio muchos pasos en esta materia de su mano, es un merecido homenaje a José Simón Díaz y al que, con seguridad, se unirán otros discípulos suyos.
Se podía haber recurrido a cualquiera de los trabajos bibliográficos de Simón Díaz para idear una exposición como esta, pero no hay que ir muy lejos, basta con acudir al mencionado sobre El libro español antiguo, donde no solo dejó testimonio de sus conocimientos y de su erudición, sino que también mostró sendas a seguir para quien se proponga como objeto de estudio alguno relacionado con los manuscritos o impresos antiguos. Hemos escogido en este caso los retratos en los libros impresos del Siglo de Oro, porque sirve de prólogo a otra exposición prevista, de mayor alcance, sobre el Libro de retratos de Pacheco, una de las joyas bibliográficas de la Biblioteca Lázaro Galdiano de la que se ocupó en más de una ocasión José Simón Díaz.
Se muestran ahora, dentro de los límites que imponen estas pequeñas exposiciones, algunos de los retratos que suelen aparecer en los libros de la época: de autores, de dedicatarios o de biografiados. Entre los primeros se exponen los Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora y Pedro Calderón de la Barca, entre los segundos el de Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares, y entre los terceros el de fray Luis de Granada. Son buenos ejemplos de la importancia que se dio a estas imágenes que, con ciertos elementos decorativos, transmitían la idea de la grandeza del personaje: bien para señalar la paternidad de la obra y reivindicar su papel y posición social, bien para que quedase constancia de quien prestaba su protección o apoyo, o bien para eternizar el «verdadero retrato» de un personaje ilustre y memorable, su retrato ad vivum, objetivo que se propuso Francisco Pacheco en su Libro de retratos.
Obras expuestas.






Como colofón, al no contar con el retrato de Cervantes en libros editados en vida del autor o a lo largo del siglo XVII, incluimos su autorretrato literario, publicado en las Novelas ejemplares, en 1613. Lamentaba entonces Cervantes no haber encontrado a alguien que «bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja deste libro, pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáuregui, y con esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del mundo, a los ojos de las gentes».
Podemos entender que hace referencia a su autoestima literaria y a la vez critica o se burla de la costumbre de la época de colocar el retrato del autor al comienzo de las obras, tan frecuente en las de Lope de Vega. Por este autorretrato ―aunque, al hablar en tercera persona, parece que no es de su pluma―, y a la vez semblanza elogiosa, que debía acompañar a la imagen que no se llegó a grabar, sabemos «qué rostro y talle» tenía:
Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de La Mancha, y del que hizo el Viaje al Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria.