Por Juan Antonio Yeves Andrés
Para los profesionales o aficionados a los libros, es decir, para bibliógrafos, bibliotecarios o bibliófilos el recuerdo de una visita a algunas bibliotecas permanece imborrable por mucho tiempo. El edificio, los libros o las atenciones del anfitrión o del bibliotecario persisten en la memoria, aunque no siempre haya quedado testimonio de una mañana o una tarde «deliciosa» entre libros, descubriendo páginas de suprema belleza, autógrafos de personajes ilustres, ejemplares únicos,…
Tenemos una buena muestra en una entrada publicada el mes pasado en este blog, donde recordábamos la visita de Tito Liviano, el protagonista del último de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós a la biblioteca de Antonio Cánovas del Castillo. En realidad el autor se sirvió de un recurso novelesco para recordar un encuentro con el político en el recreo de su biblioteca.
Evocamos otro ejemplo, en este caso es de José Lázaro. Se conoce desde que publicó uno de sus trabajos bibliográficos titulado Un supuesto breviario de Isabel la Católica, donde trae a la memoria el momento en el que tuvo en sus manos un manuscrito que estaba estudiando para preparar la ponencia para su intervención en el Congrès d’Histoire de L’Art organisé par la Societé de l’Historie de l’Art Français. Este Congreso se celebró en París desde el 26 septiembre al 5 octubre 1921 y Lázaro intervino el 30 de septiembre con una comunicación titulada «Le manuscrit du British Museum intitulé «Isabella book ou le bréviaire d’Isabelle la Catholique», en una sesión presidida por Hercules Read. Mantenemos la versión original, es decir, tal como fue pronunciada por Lázaro en su intervención en 1921:
Pénétré de l’émotion ―bien naturelle dans une âme d’artiste— qui s’empare de celui qui va contempler un livre contenant des centaines de pages illustrées de la plus belle période de la miniature ganto-brugeoise, livre sacré pour avoir été fréquemment feuilleté par la célèbre reine, j’attendais, dans la salle des Manuscrits du British Muséum, la communication du volume qui me fut solennellement remis par Mr. Wood, dans une boîte doublée de velours et munie d’un couvercle en verre.
En en prenant possession, mes mains tremblaient !
Contamos, además, con otro texto menos difundido que es el que recordamos ahora con motivo del Día Internacional de la Biblioteca en esta edición de 2020. Se encuentra en un artículo publicado en el periódico madrileño La Época, el 7 de mayo de 1927 y después apareció en una monografía con el sello editorial del propio Lázaro, La España Moderna, aquel mismo año: Un museo español en París. El título hace referencia a la colección de Georges Pauilhac, una extraordinaria armería en buena parte procedente de colecciones españolas, pero, como el hotel de Pauilhac era «frontero al del conde Paul Durrieu» y este había fallecido recientemente, Lázaro quiso recordarle y escribir unas palabras in memorian.
Este es un testimonio no solo de las frecuentes visitas a la biblioteca de Paul Durrieu (1855-1925), sino también de su trato frecuente y amistoso. Alguna de las dedicatorias de los libros de Paul Durrieu que se encuentran en la Biblioteca Lázaro Galdiano pone fecha al encuentro entre ambos.


Ahora editamos aquel recuerdo, con las imágenes y los pies correspondientes que Lázaro incluyó en la edición de 1927 de Un museo español en París:
Junto al monumento a Víctor Hugo, hijo de un grande de España, el general Hugo, que en tiempo del Rey José Bonaparte fue gobernador de Madrid, se levantan, frente a frente, dos hoteles, en los cuales paso muchas horas deleitosas, durante mis temporadas veraniegas de París.
Es el uno del conde Paul Durrieu, conservador honorario del Museo del Louvre, sabio historiador de los libros miniados, que hace treinta y cuatro años estudió en la Exposición del centenario colombino, en la Biblioteca Nacional, en El Escorial y en Toledo, los más famosos manuscritos miniados españoles, publicando acerca de ellos un libro, único hasta la fecha, titulado Manuscrits d’Espagne remarquables par leurs peintures ou par la beauté de leur exécution.
En su jardín unas veces, otras en su espléndida biblioteca adornada con escogidas miniaturas con las armas de dos familias sevillanas, los Enríquez y los Rivera, y con los libros de horas de Carlos el Temerario y de Luis de Brujas, conversábamos durante tardes enteras acerca de impresos y de cosas españolas, repitiéndome aquel hombre eminente que uno de sus placeres, cuando se encontraba en su finca de los Pirineos, consistía en contemplar desde la torre las azules montañas de mi patria, pensando siempre en volver a visitarla para hacer, ampliada, nueva edición de su hoy inútilmente buscado libro, del cual me regaló, y de corazón lo agradecí, el único ejemplar, por cierto en gran papel, que le quedaba.

La Santa Cena. Miniatura de la Escuela Hispanobrugense con el escudo de la familia Rivera, perteneciente al Conde Paul Durrieu
La última vez que fui a París estaba enfermo: «Ya no veo a nadie –me escribía– ni nadie viene a verme, como no sea algún editor temeroso de que quede inconcluso cualquiera de mis comenzados libros. Le espero a usted a las tres. Me levantaré lleno de ilusiones, pensando en pasar en su compañía una tarde deliciosa».
Deliciosa, efectivamente, lo fue para mí. El conde apenas se tenía en pie: le flaqueaban las piernas, pero guardaba robusta la cabeza. Discutía con apasionada elocuencia el título de rey de Jerusalén que ostentan los de España, citaba documentos y libros y, temiendo que yo le oyera con algún escepticismo, los hacía traer por la condesa, convertida aquella tarde en diligente, puntual, doctísima bibliotecaria de su esposo, como si toda la vida hubiera compartido sus sabias tareas.
Fue nuestra última entrevista.
El conde ha muerto sin reimprimir su libro con las ampliaciones que deseaba. Abrió el camino, y sus escolares, en vez de continuarlo, nos hemos concretado a pasearnos por él.
Descanse en paz el sabio amigo, y vaya mi gratitud a su memoria por lo mucho que le debe mi cultura en ese ramo, en que todos en España somos sus discípulos.