José Lázaro, «gran hombre» y… «supersticioso»


Por Juan Antonio Yeves

Queremos recordar, una vez más, la figura de José Lázaro (1862-1947), precisamente en la fecha en la que se cumplen 68 años de su fallecimiento, pues murió el 1 de diciembre de 1947, y lo hacemos con la edición de una carta abierta a su amigo Federico Rahola (1858-1919), publicada en La Vanguardia de Barcelona el 16 de marzo de 1888.

Rahola y Lázaro

Federico Rahola y José Lázaro

Lázaro Galdiano colaboró en La Vanguardia desde noviembre de 1886 hasta abril de 1888 con crónicas artísticas y de sociedad y este fue uno de sus últimos artículos en el centenario periódico de Barcelona. Curiosamente, el texto apareció escrito en forma de carta dirigida a Federico Rahola Trèmols, jurista, economista y escritor. Fue uno de los fundadores del Instituto de Estudios Americanistas y director de la Revista Comercial Ibero-Americana Mercurio, también escribió en otras publicaciones periódicas de la época y se ocupó de la crítica artística en La Vanguardia, cuando Lázaro dejó esta tarea. Más tarde ingresó en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Cataluña y en la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona.

Buena prueba de la amistad que mantenían son las dedicatorias que encontramos en algunos de los libros de la biblioteca personal de José Lázaro.

Rahola_Lázaro

El artículo mencionado, que editamos a continuación, refleja el carácter y el tono de sus colaboraciones periodísticas antes de emprender su labor como editor al frente de La España Moderna, que inició su andadura en enero de 1889.

Supersticiones y manías
A Federico Rahola.

Querido amigo mío: Acabo de hacer un importante descubrimiento, que me apresuro a participarle, y es que me parezco en una cosa a muchos grandes hombres: en lo de ser supersticioso.
¡Lástima que la semejanza no estribe en el talento!

Pero a falta de este, bueno es lo otro y estoy orgulloso desde que hice la averiguación de esa verdad, como cierto amigo mío que se saltó el ojo derecho por parecerse a Camoens.

Porque yo, lo repito, soy extremadamente supersticioso: cuando me zumba el oído izquierdo nadie me quita de la cabeza que alguien me está poniendo de oro y azul y, mire usted lo que son las cosas, casi siempre acierto. Si aparece la aurora boreal por esos mundos es inútil que juegue a la lotería porque no me ha de caer, no obstante esta certeza, juego y… nada, no me cae. Si mis amigos me dan alguna cita procuro ser puntual porque tengo la superstición de que los que esperan se ocupan en murmurar del que tarda, y no sé si en este punto estoy en lo cierto o no. Usted, que es tan observador, quizá podría sacarme de la duda. Y, por último, soy enemigo declarado de hacer el trece en la mesa, cuando solo hay comida para doce: cualquiera, aun sin tener la notoria discreción de usted, comprenderá la causa.

Pues manías semejantes a estas le citaría muchas si no temiera su risa o su desprecio.

Pero veamos lo que sobre este particular refieren sesudos historiadores con respecto a personas ante cuyo nombre hay que quitarse el sombrero y ponerse de rodillas.

De Bellini se asegura que sentía tal pasión por los pies bonitos de las mujeres, que solo se inspiraba besando infinitas veces un zapato de su amada, que siempre tenía delante de los ojos.

El famoso historiador Mézeray solo concebía que se pudiera trabajar con luz artificial, y en pleno día iluminaba la habitación, y cuando algún admirador le hacía una visita bajaba a despedirlo con la bujía hasta la puerta de la calle.

El pintor Urgell cojea del mismo pie y nunca brota el sol de sus pinceles, porque —según afirma— el sol es la prosa del paisaje.

A Corneille le daba por el otro extremo, nada de luz artificial ni natural; la oscuridad era su musa.

Paisiello solo se sentía inspirado estando en cama, y en la cama componía sus obras.

Grétry ayunaba hasta quedar extenuado, tocaba el piano horas enteras sin cesar, y cuando arrojaba de cansancio sangre por la boca sentía la inspiración.

Zingarelli no podía dar comienzo a sus tareas sin leer algunos trozos de los Padres de la Iglesia.

Rousseau se pasó años enteros tirando al blanco con el bastón y sacando consecuencias sobre su vida futura por el número de veces que acertaba.

Charles Nodier no pudo tolerar más libros que los escritos en octavo, pensando sin duda que siendo más pequeños contendrían menos majaderías.

Balzac hubiera dado toda su gloria literaria por entender de negocios mercantiles, y todos los que emprendió le salieron mal y le arruinaron.

Melanchton, que no tenía pelo de tonto, y fue compañero de Erasmo con quien levantó los cimientos de la Reforma, vio una señal infalible del triunfo de sus ideas en el nacimiento de un becerro de dos cabezas.

Walter Scott no podía escribir sus hermosas novelas sin acariciar constantemente la cabeza de su perro.

Buffon escribió su Historia natural con guante blanco.

El Tasso, según afirma en un soneto, envidiaba terriblemente a su gato, porque el gato tenía luces, las de los ojos, que brillaban de noche, y el poeta, que estaba en la miseria, no.

Usted y yo tenemos un amigo, pintor de gran talento, que prefiere que le alaben una colección de clavos viejos que ha juntado a fuerza de dinero, viajes y paciencia, a que le elogien sus cuadros.

El presidente del Congreso, don Nicolás María Rivero, no permitió que los diputados firmaran en martes la Constitución del 69.

Malherbe se ponía muchas medias que tenía marcadas por orden alfabético, y afirma que en cierta ocasión se calzó hasta la V.

Zea, para discurrir, se levantaba chichones dándose reglazos en la cabeza.

Paéz, solo sabía componer mientras su mujer, amigos y criados gritaban con toda la fuerza de sus pulmones.

Byron tuvo la manía de la natación y pasó seis veces el Helesponto a nado, para ser en esto más que Leandro, el desgraciado amante de Hero. Estimaba más tal gloria que la de haber vendido en solo un día 18 000 ejemplares de su poema Don Juan. Y no fue esta su única manía, pues profesando odio mortal a la obesidad o «hidropesía de aceite», como él la llamaba, solo se alimentó durante su estancia en Grecia con manteca y vegetales y cuando el hambre le acosaba lo entretenía con una oblea empapada en aguardiente.

Edgar Allan Poe, que siempre que se trata de Byron salta a la memoria por ciertas analogías habidas entre ambos, tuvo la manía del alcohol y murió, como usted, amigo mío, sabe, de delirium tremens en la vía pública.

Joubert arrancaba de los libros las hojas insustanciales, por lo que su biblioteca se componía de poco más que de las encuadernaciones.

Castelar tiene la manía de escribir de pie y Núñez de Arce la de hacerlo ante una estatua de Lutero.

Swift, el autor de los deliciosos Viajes de Gulliver, tuvo la de ser prevaricador y desleal acabando su vida en la locura.

Rembrandt, hombre de carácter monstruoso y brutal, se moría de hambre teniendo su casa llena de tesoros.

A Rafael le dio por la Fornarina.

Lichtenberg era desgraciado porque en veinte años «no había podido estornudar tres veces seguidas».

Campoamor dice textualmente lo que sigue:

Yo, que paso por despreocupado, no daría por nada del mundo un objeto que cierta persona, en tiempo del cólera, me mandó, después de hacerlo tocar en el cuerpo auténtico de un San Roque, que si no me es infiel la memoria, tiene un perro que parece un gato. No diré que creo, pero quiero creer que el objeto ha sido para mí un preservativo eficaz, y siempre que lo veo se despiertan en mí tan tiernas idolatrías, que vuelvo mi corazón hacia el pasado con los ojos arrasados en lágrimas.

Y no nos metamos con esos impertérritos coleccionistas de cajas de fósforos y sellos; ni con esos otros que les da por pasarse el día construyendo barcos que dicen ser más perfectos y detallados que los de la carrera de la Habana; ni con esas desgraciadas mujeres que encienden una vela a San Antonio para que su amante acuda a la hora de la cita y arrojan el santo al pozo si no accede a sus deseos trayéndoles de la oreja el galán infiel y olvidadizo; ni digamos nada de don José Zorrilla que en Los recuerdos del tiempo viejo demuestra ser el ídem más supersticioso de la tierra.

Después de lo dicho ríase usted, amable poeta, si le place de las supersticiones de este amigo que, entre otras muchas, tiene la dulcísima de creer que solo con la vida se acabará el afecto que a usted profesa s. s. s. q. b. s. m.,
Lázaro.

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