Gertrudis Gómez de Avellaneda y Emilia Pardo Bazán: la cuestión académica (Segunda parte)


Segunda entrega de las cartas de Emilia Pardo Bazán a Gertrudis Gómez de Avellaneda, publicadas en el segundo tomo de La España Moderna, en febrero de 1889.

Federico de Madrazo: Gertrudis Gómez de Avellaneda    José Sellier Loup: Emilia Pardo Bazán

Federico de Madrazo: Gertrudis Gómez de Avellaneda            José Sellier Loup: Emilia Pardo Bazán

LA CUESTIÓN ACADÉMICA
A GERTRUDIS GÓMEZ AVELLANEDA
(EN LOS CAMPOS ELÍSEOS)

Carta II.

Insigne compañera mía: Ayer dejé aplazada esta epístola segunda –y última por ahora–, por temor de cansarte imponiéndote una lectura extensa. Esta mañana tu espíritu se ha dignado visitarme, murmurando a mi oído palabras de aprobación: alentada por ellas, te escribiré con mayor desahogo, en estilo más llano, y hasta chancero, si a mano viene.
Prometí declararte, Tula, mi opinión sobre el ingreso de mujeres en la Academia, y sobre la importancia actual de esta Corporación, instituida para velar por la pureza del idioma castellano; y ya que tu sombra me entiende a media palabra, te lo diré sin goma ni afeite, en íntimo coloquio.
Ya adivino en ti la comezón de dirigirme una pregunta. ¿Cómo es que habiéndome yo abstenido cuidadosamente de toda gestión o manejo que prestase consistencia a mi candidatura, puedo saber que desde tus tiempos hasta los míos el criterio de la Academia se ha estrechado más? Respondo, Tula, que bien ciego es el que no ve por tela de cedazo, y que por mucho que nos aislemos, siempre nos llegan ecos de lo que se dice, y hasta de lo que se piensa y calla en todas partes. Así vine en conocimiento de que aquella explícita afirmación del derecho de la mujer a tomar asiento en la Academia, que en tus días mantuvieron tantos claros varones, solo uno la sostiene hoy dentro de la Academia misma. ¿Te acuerdas de aquel jovencillo pálido, agitado ya por el Deus de la pitonisa, que frecuentaba tu casa y ensalzaba tu candidatura con el ardor de la mocedad? Pues ese, que ha llegado a ser el Demóstenes español, es hoy nuestro abogado en la Academia, y no vergonzante, sino declarado y animoso. Por él habrías entrado tú y el tierno poeta Carolina Coronado, y yo, y todas las mujeres que España juzgue dignas de estímulo y premio; él derrochará sus palabras de oro en sostener nuestra causa, cuando llegue una solemne ocasión, y de sus labios he oído tales cosas acerca del asunto, que se habrá estremecido de placer tu sombra, si, como creo, nos atendía.
Para que te consueles de que se haya reducido tanto el número de nuestro partidarios dentro de la Academia, te informaré de que en desquite la opinión va por el camino contrario. La gente, que no está en los palillos, como suele decirse, de estas cuestiones, las ve tan por encima que cree que para entrar en la Academia el único requisito indispensable son los méritos literarios y el cultivo esmerado del habla. A mantener al público en semejante error suelen contribuir los periódicos; y en boca de la prensa y de la gente es donde adquirió ser real una candidatura que en la Corporación misma juzgo tan fantástica como los palacios que vio Don Quijote en la cueva de Montesinos. El aura de mi supuesta candidatura sopló desde afuera, y desde adentro le dieron un portazo temerosos de una pulmonía.
No quiero, Tula, dejarme ningún cabito sin atar, y este de la prensa no conviene que flote, pues la invencible malicia se agarraría a él y le añadiría hilos hasta convertirlo en recio cable. Sin demora te advertiré que apenas conozco a nadie en la redacción de los periódicos españoles y extranjeros que aceptaron como la cosa más natural del mundo mi candidatura; y justamente por espontáneas agradecí doble las pruebas de simpatía que me tributaron. Simpatía la más desinteresada y sincera, ya que no me guarda las espaldas ningún partido ni tengo otra influencia que la puramente literaria, que sola, y sin ayudarla con su formidable presión la política, en España no es capaz de mover ni una locomotora de juguete.
Te sonreirías, Tula, si te contase un chisme que llegó hasta mí: se susurra que algún académico me considera excluida de la Corporación por carecer de derechos electorales. Pues ponte seria, que el reparo tiene su miga. Aquí quien no puede tirar de los cordeles que manejan el artificio parlamentario, no conseguirá –¿qué es entrar en la Academia?– ni un destino de escribiente temporero. Leo en tus cartas, que El Correo publica que pretendías el sillón académico porque, privándote tu sexo de aspirar a ninguna de las gracias que estaban alcanzando del gobierno tus compañeros literarios, creías pedir con algún fundamento lo que solo se juzga honrosa distinción (y que para ti lo sería en todo rigor de palabras, pues no pudiendo aspirar a empleos y cargos oficiales, no se te contaría como años de servicio los años de académica). ¡Qué candidez la tuya, Gertrudis! El sexo no priva solo del provecho, sino de los honores también; y en nuestra patria, donde los truchimanes e hipnotizadores de oficio que andan dando funciones por los teatros lucen en el pecho placas y cruces españolas, Rosa Bonheur no vería nunca el suyo cruzado por la banda de la Legión de Honor.
De modo, Gertrudis, que si hoy por permisión divina resucitase nuestra santa patrona Teresa de Jesús, y con la contera del báculo abacial que he venerado en Ávila llamase a las puertas de la Academia Española, supongo que algún vozarrón estentóreo le contestaría desde dentro: «Señora Cepeda, su pretensión de usted es inaudita. Usted podrá llegar a ser el dechado de habla castellana, porque eso no lo repartimos nosotros: bueno; usted subirá a los altares, porque allí no se distingue de sexos: corriente; usted tendrá una butaca de oro en el cielo, merced a cierto lamentable espíritu demagógico y emancipador que aflige a la Iglesia: concedido; ¿Pero sillón aquí? Vade retro, señora Cepeda. Mal podríamos, estando usted delante, recrearnos con ciertos chascarrillos un poco picantes y muy salados que a última hora nos cuenta un académico (el cual lo parla casi tan bien como usted, y es gran adversario del naturalismo). En las tertulias de hombres solos no hay nada más fastidiosito que una señora, y usted, doña Teresa, nos importunaría asaz».
Acaso otra voz, inspirada en las ideas del señor Vior que encabeza tus cartas en El Correo, añadiría: «Señora Cepeda, usted siempre pecará de andariega y desenfadada. No le bastó tanto viajar con motivo de sus fundaciones, sino que ahora, desoyendo el precepto del Rey Sabio, quiere usted andar públicamente embuelta con los omes, por lo cual no habrá quien la sufra a usted, y será fuerte cosa el oyrla». No sé qué respondería Santa Teresa a este manoseado argumento del orden ojival; pero tú, ¿qué opinas de él, autora de Saúl? En tu época, lo mismo que en la mía, el Jefe del Estado, o para decirlo a la antigua, el Rey es una dama; de suerte que el oficio desempeñado por Alfonso el Sabio, el que más de varón le parecía al astrólogo-poeta, lo ejercen mujeres. Y si se establece no ser cosa guisada nin honesta el andar las mujeres embueltas con los omes, ¿cómo se las arreglará una reina para presidir Consejos de ministros, visitar barcos y cuarteles, abrir Cortes y revisar tropas?
De lo que voy diciendo, Tula, aquella consabida y temible malicia humana tal vez deducirá dos cosas. Primera, que estoy convencida de mi derecho a entrar en la Academia. Segunda, que estoy despechada por no haber entrado. A la primera contesto que sí, que tengo conciencia de mi derecho a no ser excluida de una distinción literaria como mujer (no como autor, pues sin falsa modestia te afirmo que soy el crítico más severo y duro de mis propias obras). Pero en suma, en concepto de autor y por deficiencia de méritos no se me ha excluido, si he de creer a un oficioso suelto de La Correspondencia. Como mujer, la razón me abona y el reglamento no me rechaza: ignoro lo que reza ese artículo 51, en que se apoyaba Tapia para sostener oficialmente tu candidatura, porque no he visto los estatutos enteros; pero sé que, en sentir de Tamayo, esta es una cuestión de interpretación, ya que ningún artículo expresa la exclusión de las mujeres ni exige en los individuos de número de la Academia lo que se exige de los aspirantes al Sacramento del Orden. Y en cuanto a despecho, lo que voy a añadir es la señal más clara de que estoy fresca como un pozo de nieve en este académico asunto.
Corren aquí contra la Academia vientos de fronda; hácesele guerra cruel y sañuda; constituye un tópico de la conversación literaria satirizar a los académicos. Personas a quienes se respetan fuera de la Corporación en el terreno literario, son, a título de académicos, blanco de chanzas y puyas incesantes. Y es también común, sea porque en efecto se piensa así, sea por aplicar un bálsamo a las heridas del amor propio de los excluidos, despreciar el sillón exageradamente; que para un desairado no hay postura más socorrida que desdeñar lo que no obtiene. Este juego de coquetería es la mejor estrategia. Pues bien: yo rehúyo ese método, porque no me duele el arañazo y voy a hablar bien de la Academia.
No te diré que no haya perdido mucho prestigio, ni que esté incólume su autoridad, después de los reiterados ataques que le dirigen personas entendidas en materias filológicas. Tampoco te diré que el divorciarse sistemáticamente de la opinión sea la mejor política para consolidar su crédito, porque las instituciones viven y prosperan a favor de la simpatía nacional, y esta ineludible ley histórica no la infringe nadie sin que le cueste muy caro. Mas así y todo, Gertrudis, el entrar en la Academia es todavía de muy buen efecto para un escritor; en la Academia figura lo más lucido de nuestra grey literaria, y a no mediar razones especiales, ninguno le hace ascos al sillón, y la mayoría lo pretende con empeño. Excepciones hay, como la del venerable Gayangos, que acaba de rehusarlo a pesar de lo mucho que le rogaron con él; pero hablo de reglas generales, y cree, Tula, que esto que voy diciendo nadie lo ignora aunque se niegue. En España, y sobre todo en América, el de académico es título muy decorativo, con el cual aun se da tono quien lo posee. El mismo ruido de tempestad que se alza al vacar un sillón, prueba que la cosa algo significa y algo vale. Valor externo, no lo negaré, puesto que al mal escritor no le enseña a escribir bien el calorcito del sillón famoso; no importa, lo dicho es el Evangelio y a fuer de imparcial lo escribo.
Como ni he gestionado ni gestionaré, me es lícito estampar lo que antecede. Hay más: hasta creo que estoy en el deber de declararme candidato perpetuo a la Academia –a imitación de aquel personaje de la última novela de Daudet–. Seré siempre candidato archiplatónico, lo cual equivale a candidato eterno; y mi candidatura representará para los derechos femeninos lo que el pleito que los Duques de Medinaceli ponían a la Corona cuando vacaba el trono.
Me objetarás que esto es hacer lo que el beodo del cuento: sentarse aguardando a que pase su casa para meterse en ella. Aguardaré; pero no aguardaré sentada, Gertrudis: ocuparé las manos y el tiempo en escribir quince o veinte tomos de historia de las letras castellanas…… y lo que salte. Así tendré ocasión de hacer justicia a tus cualidades de poeta y estilista, y acaso de mejorar mi hoja de servicios de académica desairada.

             Emilia Pardo Bazán

       Madrid, 27 de Febrero de 1889

Firma y rúbrica de Gertrudis Gómez de Avellaneda

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Firma de Emilia Pardo Bazán

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